sábado, 29 de marzo de 2008

CAPITULO 8


LA TORMENTA













El viejo desenterró de las profundidades del pecho, su voz:

-Querida Gardelia, lamento que te hayas involucrado en todo esto…Algo te habrá contado Carlitos.

- Si-

- Te agradezco que lo hayas salvado, pero éste asunto no termina acá…

Don Vicente se tomó su tiempo y armó un cigarro de soja.

- Carlitos, estás bien?.

- Si, señor.- contestó como si lo conociera de antes, lo que incomodó a Gardelia porque parecía que todos menos ella, sabían algo.

- Es una chica increíble- continuó el muchacho mientras los ojitos le brillaban y el pecho se le henchía de entusiasmo - es una chica increíble...- y sin solución de continuidad, disparó:

“El día que me quieeeeraaaas...”

Apenas un breve gesto de Vicente sirvió para acallarlo.

- Querés uno?- el anciano le ofreció a Gardelia la bolsita con el poroto texturizado para que armara su propio cigarrillo.

- No, gracias.

Ella había dejado hacía tiempo. Tanta proteína la engordaba.

A pesar de la parsimonia del viejo, sus ojos parecían irradiar en la penumbra una extraña cognición.

No era el Don Vicente habitual, encorvado, por momentos malhumorado, de pocas pulgas. Aún sentado en la mecedora curvilínea lucía erguido y con tal presencia, que todos los objetos del local parecían expectantes a una señal suya.

El humo blanco era lo único que se revelaba a tanta quietud. El hilo ascendía rodeando las cosas y a los personajes para difuminarse en una niebla a la altura de las arañas de bronce.

Ella fascinada por la atmósfera, se sobresaltó cuando creyó ver sobre la cabeza de su patrón un aura azul.

- Ay, la p´ que lo parió.-

- Qué te pasa Gardelia- preguntó el anciano.

- No, nada.- se restregó los ojos- Estoy un poco cansada.

- Entiendo…- le palmeó la cabeza y hermético, suspiró- …El destino lo ha querido así…-.

Al instante siguiente como si el anciano de siempre hubiera retornado, la miró con ternura y le preguntó:

- Serías capaz de confiar en algo que voy a pedirte?-

Ella asintió sin reflexionar pero desde su interior, como el eco en una montaña, afloró la certeza de un peligro.

- Necesito que te cases con Carlitos.

- Quéeee…?- no pudo evitar el grito de espanto.

- Es la única forma para que puedan escaparse del país y regresar a Oriente.

Gardelia apenas podía creer lo que escuchaba.

- Tu instinto a salvado a Carlitos no por casualidad. Tienen que llevarse con ustedes a alguien que corre un riesgo mayor aún.

Afuera del edificio una tormenta descomunal se desplomaba sobre Buenos Aires. Truenos, igual que un repique de timbales, inundaban el espacio ahogando todo intento por seguir con la conversación.

Don Vicente tomó a Gardelia de los hombros para acercarla. Ella sentía que el hombre la sujetaba con cuidado, pero firmemente, para revelarle más detalles que no quería escuchar.

Un estruendo hizo temblar el piso y entrechocar caireles y cristales.

El anciano soltó por un momento a la muchacha para abarajar un jarrón costoso de un pedestal tambaleante. Gardelia, aprovechó la circunstancia.

El Sapo, atento a la maniobra, alcanzó a sujetarla de un brazo pero el grito de Vicente sonó como un trueno más:

- Soltala!-

La joven zigzagueó entre los muebles ante la vista serena del anciano.

-No te preocupes, no puede ir lejos … Va a tener que regresar con nosotros .

Por las rajaduras del edificio, producto del deterioro, incontables rayos se escurrían electrificando el hormigón.

Como culebras de muerte y luz, las descargas surcaban kilómetros de hierros en el corazón de la “catedral” hasta alcanzar a sus víctimas.

Gardelia conocía éstas tormentas cada vez más asiduas y en un solo lugar podía permanecer a salvo de la inclemencia del tiempo y ahora también, de los hombres:

El techo del edificio.

La repentina noche y un corte general de energía, le facilitaron el escape.

Hizo equilibrio entre las molduras de las cornisas hasta los arcos de cemento. Desde allí se encaminó hasta el cielorraso donde entraba por una rotura, una catarata de lluvia.

Antes de cruzar el fuerte chorro, un fulgor terrorífico con el consecuente estampido la hicieron dudar, pero recordó que en el exterior estaría más segura.

Corrió descalza sobre los baldosones de vidrio mientras soportaba en su espalda los cortinados de agua.

Se detuvo justo en el centro del edificio y permaneció en cuclillas, abrazando sus piernas, con su traje de neoprene como única protección contra la furia de los rayos.

Imaginó que el techo curvo era el lomo gigante de un animal agazapado que la protegería de tantas amenazas.

En el rostro vuelto hacia el cielo no distinguía entre sus lágrimas y las gotas que repiqueteaban en su cara.

Desafiaba con su angustia a la tormenta para que respondiera o la matara.

¿Por qué estaba tan sola? ¿Por qué era tan extraño el mundo y los que la rodeaban? ¿Por qué ese impulso repentino de proteger a un extraño? ¿Quién era Don Vicente y por qué le pedía que salvara a alguien más que no conocía?.

La impotencia fue tornándose en ira y comenzó a dar saltos con el afán de alcanzar inútilmente el núcleo de la tormenta.

Un fogonazo fue lo último que percibió. A partir de ese momento las oscuridad se apoderó de todo su ser.

(Continuará)